Yo, que he pasado tanto tiempo a
la sombra de tus rejas rotas, que sé del dolor de esa mirada perdida en el
cemento de intramuros, me pregunto, ahora que mi pelo es blanco, cumplidos ya
los años del invierno, ¿de qué color era la
sangre de tu pluma? ¿Azul de tu victoria, roja de tu infierno? la derrota
y la gloria siempre juntas… Y sé que no me engañas cuando te metes en tu cueva
de silencios. Conocía tu padre Don José Kent Román, mucho después de haber
entablado una buena relación contigo, cuando me compré en su tienda aquel traje
rojo que varios años después llevé a la facultad de Derecho para acompañarte en
la ceremonia de tu graduación como abogada. ¡Tú de negro, Elena Fortún de
amarillo y yo de rojo, ¡que elegantes! ¡Éramos el blanco de todas las miradas
de los chicos! Pero a la vez todo un símbolo., que algunos tomaron como una
provocación. A ti ya te conocía desde
que, en la Residencia de Señoritas en la calle Fortuny, nos presentara María de
Maeztu, la directora, ¿No lo recuerdas? Tenías
diez y seis años y acababas de llegar a Madrid. ¡Qué tiempos!
De todas formas, tú ya llegaste a
Madrid, preparada para la lucha por tu profesora
Suceso Luengo y Teresa Azpiazu,
Profesoras Numerarias de Letras, en la Escuela Normal Superior de Maestras de
Málaga. ¿Te acuerdas de la que liamos con nuestro Lyceum Club Femenino?
Tenías veintiséis años y llegaste a ser vicepresidenta. ¿Y cuándo
invitamos a Jacinto Benavente a dar una charla y él nos dijo que no podía dar
una conferencia a tontas y a locas…? ¡Menudo cabreo cogiste! Los hombres eran
todos iguales… No, nuestros amigos eran diferentes.
Te conocía en todo Madrid.
Pertenecías a la Juventud Universitaria Femenina, dirigida por María Espinosa
de los Monteros y los habías representado con éxito en Praga, pero vi crecer tu
fama en aquel 1930, cuando decidiste o te propusieron defender ante un tribunal
militar a Don Álvaro de Albornoz Liminiana, Ministro de Fomento y fundador del
Partido Republicano Radical Socialista. ¡Y tras una brillantísima defensa tuya,
salió absuelto! Yo estaba allí aplaudiéndote. También estaba un año después,
celebrando aquellos 65 254 votos, con los que conseguiste tu acta de Diputada
por Madrid. ¡Estábamos orgullosas de ti!
Solo habían pasado cinco dias de
la proclamación de la Segunda República. Aquel 19 de abril de 1931 era domingo
y hacia sol, cuando recibiste la noticia de tu nombramiento como directora
general de las Prisiones. Cuando nos enteramos, todas fuimos corriendo hasta el
número cinco de la calle Marqués de Riscal para felicitarte.
No sé por qué me elegiste a mí para
que te acompañase en tu primer viaje a un penal. Una prueba de fuego.
Santander. El Dueso, como el Cantábrico estaba revuelto. Era uno de tus
primeros retos. Sabías que se habían
amotinado y que estaban armados.
Recuerdo que te pusieron un pedestal como un trono en aquel gran patio,
y te subiste decidida. Entonces ordenaste formar a la población reclusa.
La trompeta sonó conciliadora.
Empezaste por decirles que el gobierno de la II República se interesaba
especialmente por la reforma de las cárceles y que se iba a mejorar la vida del
penal. Pero la primera condición que ponías era la del desarme inmediato. Yo me
quedé sobrecogida. Silencio e incertidumbre, cuando un recluso joven, arrojó el
arma que llevaba en el bolsillo, al extremo del patio.
Una lluvia de armas fue dirigida
al mismo rincón. El penal quedó desarmado.
Tú estabas tan emocionada como yo
y seguiste hablando de tus ideas… Os liberaremos de la obligación de asistir a
los actos religiosos católicos; se os permitirá leer la prensa; se incrementará
la comida, y se retirarán todas las cadenas y grilletes. Y vuestras mujeres
podrán venir a visitaros y podréis salir de permiso…pero todo tendréis que
ganarlo con vuestra conducta.
Después más dias de trabajo
incesante, el cierre de ciento catorce centros penitenciarios, la construcción
de la Cárcel de Mujeres de Ventas, en
Madrid sin celdas de castigo, hasta aquel otro jueves, 14 de enero de 1932.
Habíamos quedado a las diez para ir al Caserón de la calle Quiñones, donde
empezaba el curso de las aprobadas en la primera promoción de mujeres
funcionarias de prisiones. Y allí, puntuales estábamos todas Carmen Castilla,
Carmen Baroja, Clara Campoamor, Ernestina de Champourcin, María Lejárraga,
María Teresa León, Elena Fortún. Concha
Méndez y Maruja Mallo, - ¿cómo no? -, estaban con Pablo Picasso, a Salvador
Dalí y a Juan Ramón Jiménez. Éramos más de cuarenta mujeres y muchos nos
miraban con temor. Hacia frio y esta vez
todos llevaríamos abrigo y sombrero. Allí estaba también mi amiga Margarita Gil
Roensen, la escultura de Las Rozas, escondida entre todas y mirando
desesperadamente a Juan Ramón. Quie acercarme a ella, pero se dio cuenta y
desapareció. Creo que fue la última vez que la vi.
Fue emocionante, inolvidable. Tú,
encendida de ira y esperanza, desde la presidencia que compartías con Don Luis
Jiménez de Asúa director entonces de la escuela de estudios penales, en aquel
maravilloso salón de Actos, te diste cuenta de que, aunque lleno hasta la
bandera, todas aquellas mujeres no tenían opinión. Obedecían a sus padres o a
sus maridos. Había que formarlas, darles educación, instruirlas. Entonces
improvisaste un discurso cargado de deseos que toda via pudiese cumplir, antes
de tu cese. También para tus amigos tu pensamiento empezaba a ser demasiado peligroso.
Pero no a todos les gustaban tus ideas.
Perdiste el cargo, el escaño y el
prestigio. Como a todas nos envolvió la sombra. Luego vino la guerra, el
exilio, y el olvido, pero yo siempre te recordaré con tu boina, tu abrigo de
paño, largo y oscuro, tus medias negras. Así te sigo viendo todos los años,
cuando llega el veinticuatro de septiembre y yo, me acerco a la ventana de tu
casa, en el número cinco de la calle Marques del Riscal, y tú, como siempre,
desde dentro vuelves a ofrecerme tu boina
y un chocolate con churros, como el que hacía tu madre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario