viernes, 10 de diciembre de 2021

Margarita del Valle

 

MARGARITA DEL VALLE

 


No recuerdo con exactitud el momento en el que empecé a escribir estas líneas, a cuyo servicio debo permanecer un tiempo, porque es el texto el que me impone su escritura, pero creo que fue allá por el año 1923 entre el  trece de octubre y el veintidós de noviembre. Una época gloriosa.

Era otoño y llovía sobre la montaña. El agua, como la tinta de mi pluma, azul se extendió sobre mi futuro sobre el papel en blanco, como un rio.  Sé que el rio siempre llega al mar, lo sé, y sé   lo que es el mar., pero el cauce es estrecho, atractivo y largo, muy largo Ese horizonte está muy lejos. El horizonte es la última página.

Aún sigue lloviendo. Compraré un tintero nuevo y más papel.

Creo que no hay mejor forma de enseñarle a un extraño quien soy que abrirle las puertas de mi alcoba y mostrarle el armario de mis recuerdos. Mira. Ya chirria, son los años. Es el traje de mi padre. Él llegó a guardia primero. Esa fue su gran hoja de servicios, por la que le dieron un galón desangre inclinado, tal vez para tapar una bala en el brazo. Una herida que como la represión a todos nos dolía mucho. Por eso antes de empezar la lluvia de muertos se cambió debando. Y dejamos aquella casa sin ventanas, que solo tenía luz cuando al señorito se le antojaba.,

La casa nueva era grande, tenía murallas, estaba cerca del Tribunal Supremo, de la Audiencia y de los que salían encapuchados con las manos atadas, para dar su ultimo paseo.  Desde allí, algunas tardes solía acudir a la Residencia de Señoritas a escuchar a Clara Campoamor o a Victoria Kent. 

Victoria y yo teníamos los mismos años.

Quería ser abogado como ella. Una tarde aparecieron los mercenarios del otro bando y uno de ellos apuntó con su fusil a la cabeza de mamá.  Querían matarla, porque decían que era una traidora y que había renunciado a la tradición y a lo que mandaba la historia, su historia y su mando.  Pero mama tenía muchas medallas de la Milagrosa y las guardaba en su pecho. Cuando el jefecillo la acusó, ella respondió tranquila “Lo que buscáis está en el arcón”, y resuelta arrancó de las manos del asesino y selo colocó en su pecho. “Dispara, - le dijo -, si te atreves a una mujer indefensa y desarmada”, mientras los otros huían espantados tras registrar el arcón. De él salía una luz blanca e intensa que envolvía una estatua de la virgen de la milagrosa rodeada de medallas. El fusil quedó tirado junto al arcón. Unos días de pues el tío Nicolás nos ayudó a pasar la frontera soñada hacia la luz.  Nos instalamos en una casa pequeña, en Saint Étienne de Roubray, cerca de París, al lado de la casa Correos. Mis padres por la noche cuando creían que ya estaba dormida, sacaban del arcón una radio de galena y escuchaban en Radio Pirenaica, el parte, un parte de guerra diferente. Las lágrimas mojaban las sábanas de mi cama. Una tarde recibí una pequeña caja blanca. Era un regalo de Victoria Kent. Eran unos cuadernos, una pluma estilográfica y un sombrero. Ese sombrero, que nunca me he quitado, pero tampoco me lo pude poner. Fue entonces cuando decidí volver a España y hacerme maestra y entrar en el sindicato de maestros. Con ellos viajé por todo el mundo. En Milán conocí al hombre que dio la vuelta a mi corazón. Era cardiólogo. Se llamaba Guido. No me casé con él, pero si lo habría hecho si me lo hubiese pedido. Desapareció como había venido.  Unos días antes de que mi sombra y mi vida me abandonasen le pedí a mi sobrino que le localizase a través de los ordenadores, esos cacharros tan modernos. Él me dijo que lo había localizado que vivía en Milán y que tenía más o menos mí misma edad. Le escribió, pero nunca contestó. Entonces supe que tenía que morir sola, tan sola como había vivido. Como Victoria ya había cumplido y disfrutado de ochenta y mueve primaveras. No me preguntéis por mis obras, están todas debajo del sombrero, al lado de la pluma, las iréis descubriendo de ahora en adelante.

 

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