MARGARITA DEL VALLE
No recuerdo con exactitud el momento en el que empecé a
escribir estas líneas, a cuyo servicio debo permanecer un tiempo, porque es el
texto el que me impone su escritura, pero creo que fue allá por el año 1923
entre el trece de octubre y el veintidós
de noviembre. Una época gloriosa.
Era otoño y llovía sobre la montaña. El agua, como la tinta
de mi pluma, azul se extendió sobre mi futuro sobre el papel en blanco, como un
rio. Sé que el rio siempre llega al mar,
lo sé, y sé lo que es el mar., pero el
cauce es estrecho, atractivo y largo, muy largo Ese horizonte está muy lejos.
El horizonte es la última página.
Aún sigue lloviendo. Compraré un tintero nuevo y más papel.
Creo que no hay mejor forma de enseñarle a un extraño quien
soy que abrirle las puertas de mi alcoba y mostrarle el armario de mis
recuerdos. Mira. Ya chirria, son los años. Es el traje de mi padre. Él llegó a
guardia primero. Esa fue su gran hoja de servicios, por la que le dieron un
galón desangre inclinado, tal vez para tapar una bala en el brazo. Una herida
que como la represión a todos nos dolía mucho. Por eso antes de empezar la
lluvia de muertos se cambió debando. Y dejamos aquella casa sin ventanas, que
solo tenía luz cuando al señorito se le antojaba.,
La casa nueva era grande, tenía murallas, estaba cerca del
Tribunal Supremo, de la Audiencia y de los que salían encapuchados con las
manos atadas, para dar su ultimo paseo.
Desde allí, algunas tardes solía acudir a la Residencia de Señoritas a
escuchar a Clara Campoamor o a Victoria Kent.
Victoria y yo teníamos los mismos años.
Quería ser abogado como ella. Una tarde aparecieron los
mercenarios del otro bando y uno de ellos apuntó con su fusil a la cabeza de
mamá. Querían matarla, porque decían que
era una traidora y que había renunciado a la tradición y a lo que mandaba la
historia, su historia y su mando. Pero
mama tenía muchas medallas de la Milagrosa y las guardaba en su pecho. Cuando
el jefecillo la acusó, ella respondió tranquila “Lo que buscáis está en el
arcón”, y resuelta arrancó de las manos del asesino y selo colocó en su pecho.
“Dispara, - le dijo -, si te atreves a una mujer indefensa y desarmada”,
mientras los otros huían espantados tras registrar el arcón. De él salía una
luz blanca e intensa que envolvía una estatua de la virgen de la milagrosa
rodeada de medallas. El fusil quedó tirado junto al arcón. Unos días de pues el
tío Nicolás nos ayudó a pasar la frontera soñada hacia la luz. Nos instalamos en una casa pequeña, en Saint
Étienne de Roubray, cerca de París, al lado de la casa Correos. Mis padres por
la noche cuando creían que ya estaba dormida, sacaban del arcón una radio de
galena y escuchaban en Radio Pirenaica, el parte, un parte de guerra diferente.
Las lágrimas mojaban las sábanas de mi cama. Una tarde recibí una pequeña caja
blanca. Era un regalo de Victoria Kent. Eran unos cuadernos, una pluma
estilográfica y un sombrero. Ese sombrero, que nunca me he quitado, pero
tampoco me lo pude poner. Fue entonces cuando decidí volver a España y hacerme
maestra y entrar en el sindicato de maestros. Con ellos viajé por todo el
mundo. En Milán conocí al hombre que dio la vuelta a mi corazón. Era
cardiólogo. Se llamaba Guido. No me casé con él, pero si lo habría hecho si me
lo hubiese pedido. Desapareció como había venido. Unos días antes de que mi sombra y mi vida me
abandonasen le pedí a mi sobrino que le localizase a través de los
ordenadores, esos cacharros tan modernos. Él me dijo que lo había localizado
que vivía en Milán y que tenía más o menos mí misma edad. Le escribió, pero
nunca contestó. Entonces supe que tenía que morir sola, tan sola como había
vivido. Como Victoria ya había cumplido y disfrutado de ochenta y mueve
primaveras. No me preguntéis por mis obras, están todas debajo del sombrero, al
lado de la pluma, las iréis descubriendo de ahora en adelante.
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