CAFARNAUM
Por JOSÉ
MARÍA GARRIDO
“Desgraciadamente no
conozco a Mons. Santiago Agrelo, ni es amigo mío, si bien dado como escribe y
lo que dice seria para mí un honor contarlo entre mis amigos,”
A través de sus gafas de montura fina, él, descarga su
mirada tranquila de franciscano sobre ojos. Es una mirada de amigo.
- ¿Has visto pelicula “Cafarnaúm”?
Yo tímidamente, ascendiendo por un camino desconocido voy
subiendo mi mirar hasta sus ojos, y me detengo en esa cruz que cuelga de su
pecho me recuerda a quien tengo delante.
- No sabía que los arzobispos fueseis al cine.
- Eso no es pecado -, me dice Santiago entre sonrisas. A
veces sacamos tiempo para ir al cine o hablar con escritores existencialistas
como tú.
- ¿De qué trata? – le pregunto esperando que no me devuelva
una respuesta espejo.
- Es una pelicula del año pasado, y de ella me ha
impresionado la valentía de su directora, la libanesa Nadine Labaki, y la fuerza de Zain para
sobrevivir. Tienes que ir a verla y luego comentamos.
- ¿Por qué?
- Toca la esencia de mi regla, pero dime, ¿escribirás algo
sobre esto? Mira.
Es una revista pequeña. El artículo se titula “Pánico”
Es suyo.
Tardo pocos minutos en leerlo.
Se acerca; se caen todas las murallas; ante mí, en
silencio, mi amigo el arzobispo mirándome a los ojos, las campanas llamándome,
el agnosticismo sin fronteras, ausencia de Dios y retumban sus palabras:
“Vuelve la cal viva y las cizallas, la mierda
¡y la sangre!, las armas con que los emigrantes ponen en peligro la vida de los
agentes de la guardia civil. Vuelve el “miedo al emigrante”, se habla incluso
de “pánico justificado”.
Vuelven
las insinuaciones, las medias verdades, y después de ensuciar sin piedad la
imagen de los emigrantes, de todos los emigrantes, se abre un paréntesis para
meter en él con calzador el adjetivo “humanitario”, con el que nos limpiamos
las vergüenzas, que no la conciencia.
Una sola
de esas muchas palabras que la información utiliza, ahoga en cal viva la vida
de centenares de personas, y cubre de sangre y de suciedad sus cuerpos.
Yo sé de
la vulnerabilidad sin protección ninguna de esos chicos: sé que tienen derechos
pisoteados sistemáticamente, y sé que no van armados, y sé que, si quieren
pasar la frontera, tendrán que forzar la valla y vencer la oposición de las
fuerzas del orden, y sé que luego les van a acusar de violentos por haberlo
hecho, y sé que nadie va a recordar la violencia continuada que se ejerce
contra ellos, violencia que, sin que ningún hospital pueda dar testimonio de
ello, les dejará secuelas físicas o psíquicas para toda la vida…”
Santiago Agrelo Martínez,
arzobispo de Tánger.
Misioneros Javerianos año
XVI. n 513.
- ¿Cómo voy yo a escribir un artículo como ese? Tendría que creer, tendría que haber vivido.
- Escucha la voz de Zain, el niño de doce años, luego
siéntate y escribe.
- Creo que,
ante su voz, ante su música, se borrarán todas las letras.
- Tal vez entonces,
tus palabras y el silencio se convertirán en bombas de paz y de acogida. Ya
sabes, me quedo esperando la luz de tus letras, la paz de tus caminos.
Se levanta con
él una atmosfera de paz y de sosiego, que inunda toda la estancia, mientras
vuelvo a refugiarme en esa cruz que cuelga de su pecho, y me resisto a
despedirme.
Mientras
camino despacio hacia el hotel, la pluma y todas las hojas en blanco se
amontonan en mi mente. Cafarnaúm y el pánico me atraen poderosamente, y vuelvo
a ellos una y otra vez.
Ya en el hotel
la pluma heredada de mi padre escribe de la mano de Monseñor Oscar Romero,
aunque no sé distinguirla de la de Ignacio Ellacuría, y siento miedo.
¡Un miedo que
seguramente no siente mi amigo Santiago, como no lo sintió Karol Wojtyla, cuando
gritaba “! ¡No tengáis miedo!”, porque eso no era ya parte de su legendario
“Teatro de la palabra”
Pero el miedo
es poderoso, infunde tanto miedo como una bala perdida. De ahí el amplio silencio., y me pregunto,
¿Quién me empuja? ¿Mi amigo Santiago, un Dios en quien no creo, mi
agnosticismo o aquello que no quiero
ver y que me envuelve?
Y llega la
noche, y todo se ve más claro, y escribo, escribo, escribo.
Escribo con
tinta negra.
Sé que
Santiago me está mirando.
Y sigo
escribiendo. ¿Acaso podría dejar de hacerlo?
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